Necesidad de la ética

25.04.2018 19:27

 

 

Con alarmante frecuencia, al plantear preguntas éticas o intervenir en debates que tienen trasfondo moral, oye uno decir: "pero ¿acaso puede hablarse de ética en este mundo en que vivimos?". Parece que ética, (o la moral, pues utilizaré indistintamente estos dos términos no  del todo intercambiables) resulta demasiado inverosímil  en nuestro momento histórico. Tal  inverosimilitud presenta dos niveles, uno inmediatamente práctico y otro que pudiéramos calificar como teórico. Según el primero, el mundo contemporáneo es un cenagal tan acabado de concupiscencias, egoísmo y violencias que resulta del todo risible invocar a la moral para que venga a ayudarnos en semejante contexto. Sería como si alguien se cayese desde un avión a varios kilómetros de altura confiase en utilizar como paracaídas una hojita de papel de  fumar. El segundo nivel explica que la ética ha perdido su razón de ser operativa en el momento presente, al ser sustituida por otros sistemas de interpretación y orientación de la acción humana justificada racionalmente con mayor contundencia científica.

¿Vivimos tiempos especialmente inhóspitos para la ética? Quienes así lo afirman se basan en un somero repaso a la catadura del siglo que acaba: dos tremendas guerras de alcance mundial con millones de víctimas, secundadas por cientos de conflictos menores más localizados pero no menos destructivos; la puesta en práctica de totalitarismos ideológicos que han justificado con inhumana eficacia el exterminio de capas sociales de la población civil y aún de etnias enteras; también se han presentado los campos de concentración y armas para la destrucción masiva de un alcance nunca soñado antes en la nutrida historia de la criminalidad política; pese al desarrollo industrial y tecnológico, un tercio de la población mundial padece hambre, en muchos países latinoamericanos es tristemente común el
abandono y asentamiento de los niños, incluso dentro de las naciones más desarrolladas hay grandes bolsas de miseria urbana y las agresiones a nuestro entorno ecológico hacen temer graves peligros para la vida humana
en el próximo futuro; si a todo ello se unen los frecuentes casos de corrupción política y económica que envilecen las democracias, la barbarie de los enfrentamientos nacionalistas o  de las persecuciones xenófobas, etcétera, resulta inevitable asumir que el siglo veinte, como asegura el célebre tango, "es un prodigio de maldad insolente" y que en él las invocaciones  éticas suenan tan poco adecuadas como las carcajadas en un funeral.

Sin embargo esta línea argumental comente un básico error de planteamiento. Parece darse por supuesto que el discurso ético sólo es pertinente allí donde el respeto a los principios morales es mayoritario y evidente. Lo cual, claro está, no ha ocurrido nunca. El mundo en el que vivieron Aristóteles, Spinoza o Kant no era menos propenso a las atrocidades que el nuestro, aunque sus limitaciones técnicas o lo sumario de las comunicaciones reduzcan (a nuestro juicio contemporáneo) el alcance espectacular de las mismas. La exigencia ética  siempre ha estado en dramática minoría frente a la realidad histórica mayoritaria. Nunca  ha sido la voz de lo dominante, de lo en efecto ya cumplido, sino la demanda que se opone a lo supuestamente inevitable. Tanto su dignidad como su urgencia provienen de la disidencia, de   ser la articulación crítica de cierto inconformismo no partidista. Reservar la pertinencia de la palabra
moral para el mundo ya del todo moralizado equivaldría a desnaturalizar y castrar su propuesta, que es tensión y alarma frente a lo simplemente dado. El empeño ético siempre  está comenzando de nuevo: nunca se reedifica en lo
garantizado. Si hay algún acento triunfal en su tono no es como grito de victoria sino como aliento de resistencia.

Se oye repetir sin cesar el tópico sobre la "crisis de los valores". Pero lo que resulta auténticamente valioso en los valores es su sempiterno estado crítico, la estimulante llaga que  mantienen abierta entre lo que se consigue y lo que se merece, entre lo que es y lo que quisiéramos llegar a ser. (...) Lo que sería realmente inquietante es que algún día llegara a creerse que los valores ya  han triunfado, que se han establecido de modo inapelable. Este satisfecho homenaje sí que resultaría póstumo... Tal es el efecto de las utopías.  Suele deplorarse en la actualidad la decadencia o
definitivo abandono de la utopía, considerándolo síntoma inequívoco de una pérdida de ímpetu moral. Nada resulta menos evidente. La utopía aspira a un Estado (político y también moral) perfecto, en el que todos los valores
se realicen sin contradicción entre ellos, donde el ser de las cosas y su deber ser coincidan por fin y para  siempre. Se trata, teóricamente, de un estado acabado, es decir: del estado terminal  de la sociedad... en el sentido más clínico de la palabra "terminal". El mal habrá sido para siempre erradicado, imposibilitado: pero con el "mal" desaparece también la pregunta crítica sobre el bien, elemento insustituible de la libertad moral. Algunas de las voces literarias más lúcidas de nuestro silo (Eugenio Zamitain en Nosotros, George Orwell en 1984, Aldous Huxley en Un mundo feliz, etcétera) nos advirtieron ya de lo peligroso de la utopía contemporánea no es su carácter de cosa irrealizable, sino precisamente lo contrario: que puede ser realizada. Pero  su realización, que impone  el bien por vía política, médica, tecnológica, etcétera, no representa la realización terrena de la Jerusalén celestial de la ética sino su abolición definitiva y atroz.

(...) Sin necesidad de "utopías" ni de "anhelos utópicos", la moral ha tenido siempre ideales. Es decir conceptos límite de excelencia en el comportamiento individual o en las formas de convivencia hacia los cuales se tiende de manera inacabable (pero no "indefinida"). A diferencia de la utopía, el ideal es lo que nunca puede darse por acabado: cada uno de sus avances amplía sus perspectivas, obliga a una revisión crítica de sus postulados a la vista de sus logros y mantiene viva la inquietud racional que nos impide identificarnos beatíficamente con cualquier organización social ya establecida. El utopista sostiene que la verdadera vida sólo comenzará cuando se haya alcanzado la comunidad perfecta, mientras el idealista opina que la verdad moral de la vida es el inacabable perfeccionamiento de la comunidad. El   primero reacciona ante los desastres ético-políticos del mundo en que vivimos con resentimiento y desesperación, el segundo con tónico desasosiego y sentido de la responsabilidad. ¡Ojalá la decadencia de las utopías significase la revitalización de los ideales!.

(...) ¿Cuáles son las tareas actuales de la ética? Las hay inéditas, sin duda, referidas a la resolución de problemas diferentes a los tradicionales o al control de posibilidades de  ambiguo alcance que antes no se conocían. Las amenazas al medio ambiente, por ejemplo, o el uso de técnicas quirúrgicas o genéticas que podrían favorecer perversas instrumentalizaciones de nuestra corporalidad. En estos campos resulta urgente no dar nada por fatalmente irremediable y mantener abierto un debate crítico en el que muchas son las voces que deben sin duda ser escuchadas. Como no todo lo que puede  técnicamente ser  hecho debe  ser hecho irremediablemente, será bueno colaborar lo más posible en la reinvención de esa virtud aristotélica que se adecua a lo trágico de la peripecia humana: la prudencia. Y quizá también el cuidado por los demás, ese rasgo distintivo de la actitud moral femenina que estudiosas como Carol Gilligan opone a la rígida y a veces despiadada frigidez  del imperativo categórico. Tampoco faltan ideales morales que proponer a la gestión política, como la lucha contra la miseria y el hambre o por la igualdad de los derechos. Y desde luego, la propia gestión política ha de respetar una normativa deontológica que combata su deriva hacia formas corruptas de cleptocracia, dentro de cuyas sucias bodegas el beneficio de los partidos y de los políticos sustituya al de la sociedad de la que deben ser instrumentos. Pero el núcleo esencial del ímpetu ético subyace bajo modas, novedades y propósitos de universal regeneración, muy parecido al que ya tantas voces han formulado a lo largo de la historia: que lo humano reconozca a lo humano y se reconozca en lo humano, que la libertad oriente la vida y que la vida -la buena vida, no el puro fenómeno biológico- señale los límites debidos a la libertad. Síntesis realizada por Susana Patiño

Glosario de palabras no muy utilizadas:

*  Beatíficamente: santamente.
*  Catadura: examen, juicio.
*  Cenagal: lodazal, pantano, ciénaga, atolladero.
*  Cleptocracia: de cleptómano, ladrón.
*  Concupiscencia: ambición desmedida, codicia, lujuria, vicio.
*  Inéditas: desconocidas, nuevas, no publicadas.
*  Inhóspito: no habitable, inhumano.
*  Reifica: se convierte en rey, se sienta en un trono.
*  Sempiterno: eterno
*  Xenófobas: hostilidad hacia cierta raza, nación o etnia.  (Chauvinismo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

DICCIONARIO DE FILOSOFÍA EN CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos Los Derechos Reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató Y Antoni Martínez Riu.

GRAN DICCIONARIO ENCICLOPEDICO VISUAL. Copyright © 1992. Programa Educativo Visual. ISBN 958-642-045-0.

 Antonio Sarabia/Rosa Esther Juárez. Copyright: Le Monde
Alain Frachon

CHABOLLA, Romero, Juan Manuel. Un Proyecto de Docencia, Plaza y Valdéz Editores, México, 1998

MACINTYRE, Alasdair. Historia De La Ética. Paidos. 1970.

EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD EN EL PENSAMIENTO GRIEGO. Platón, Ética Y Política. Origen, Partes Y Fin De La Sociedad Política. Págs. 112 – 127.

ARISTÓTELES. Sobre La Felicidad Humana. Texto 1: Numeral 3 (3.1.)

CAMPS, Victoria. Historia De La Ética, Critica. Barcelona. 1999. La Edad Media. Numeral (3) Santo Tomás De Aquino. Vol. I Págs. 421 – 423.